lunes, 2 de abril de 2018

Nos vamos a Japón IV

Primavera 2017 ❀

Y después de cinco alucinantes días callejeando por Tokio -bueno, realmente uno lo pasé en Nikko conociendo a los monos de la alegría de la huerta-, uno estaba ya, para qué nos vamos a engañar, hasta el mismísimo gorro de bullicio y de locura comercial. Digamos que Tokio es fascinante, sí, pero su ritmo puede llegar a ser agotador. Cinco lobitos tiene la loba días habían sido más que suficientes para sentirme como un tokiota más. Un tren bala me esperaba al mediodía para poner rumbo al Sur... hacer bien el amor.

Mi siguiente parada en el mapa: Kioto, la ciudad de los templos y la tradición.

Pero esa última mañana en Tokio, en un momento de saturación máxima, todavía decidí ponerme una vez más la equipación de runner forever y salir a correr alrededor de los jardines del Palacio Imperial, residencia oficial de los emperadores de Japón. Y como uno es así de especial, mientras todos daban la vuelta al palacio en sentido contrario a la agujas del reloj, este españolito la tuvo que dar en el correcto sentido de las mismas; teoría ésta que deduje de manera muy perspicaz -mi agudeza visual no tiene límites- cuando percibí que todo el mundo, créanme, todo el mundo iba corriendo en dirección contraria. En fin...

No contento con esto, intenté acercarme al palacio para hacer una foto, cuando de repente veo a lo lejos un guardia de seguridad corriendo hacia mí y haciendo aspavientos con la porra. ¡Madre del amor hermoso! Pedí disculpas, así desde la distancia y con mucha gesticulación manual y cervical, y puse pies en polvorosa.

En el último momento Tokio me iba a regalar esta bonita postal para el recuerdo.

Alrededores del Palacio Imperial de Tokio
Recuerdos del bullicio y la peculiaridad de Tokio
1a: Puentes Nijubashi que dan acceso al interior del palacio imperial; 1b: los tres monos de Nikko ponen todos sus sentidos en interpretar la vida de manera positiva; 2a: tren bala; 2b: espectacular vista del Monte Fuji desde el tren.
Ya sentados en el tren bala, por supuesto en el lado derecho del mismo según recomiendan los eruditos para poder fotografiar el monte Fuji, volví a sentir un no sé qué muy especial por el simple hecho de estar a punto de adentrarme en el Japón más tradicional.

Kioto fue durante más de mil años la capital de Japón, hasta que un buen día, allá por finales del siglo XIX, el emperador Meiji decidió modernizar el país, abrirlo al mundo y cambiar la sede oficial de la capital a Tokio. ¡Venga, todos para Tokio! Imagínense la de carruajes imperiales que se tuvieron que organizar para hacer la mudanza de la Corte.

Yo no sé la Corte Imperial, pero este españolito llegó a Kioto con su querida mochila naranja y una mini maleta rodante más contento que chupito. No vean el brote imperial de ilusión que experimenté cuando entré en la habitacion-tatami de mi nuevo hotel y vi unas sandalias de madera de bambú y una mesita de té al fondo. Esa misma noche decidí ponerme las sandalias, digo las zapatillas, y lanzarme directamente a la aventura. Chispa y Dora estaban totalmente descontroladas. "Ya verás tú, otra noche en vela".

Primer objetivo: adentrarnos en el misterioso y legendario barrio de Gion, donde las geishas hicieron del té un ritual de arte y entretenimiento con límite desconocido. Pero vamos, que las leyendas son simplemente eso, leyendas, y cada uno es libre de interpretarlas o creer en ellas como quiera. En mi caso particular hubo una novela que leí hace mil años y cuyo recuerdo se hizo muy presente esa misma noche: "Memorias de una geisha".

Esas oscuras calles empedradas abriéndose paso entre casetas alineadas de madera; las ventanas selladas con estores velados; farolillos de papel iluminando sutilmente las entradas. Miro a izquierda y derecha, arriba y abajo, pero no percibo movimiento alguno. La discusión acalorada de una pareja de americanos me hace recuperar por un momento el sentido del tiempo. "Buff, qué alivio". Me entran ganas de hacerme amigo de ellos, pero parece que no está el horno para bollos. Cruzo un riachuelo que bordea las casetas y me adentro en un callejón estrecho. "¿Pero qué necesidad tengo de estar paseando solo por estos callejones a estas horas de la noche ?" No encuentro respuesta a mi pregunta, pero prosigo mi inspección nocturna con mucha ilusión y una pizca de calma tensa. El callejón desemboca en una plaza diáfana que hace que recupere mi ritmo normal de respiración. Reconozco que los últimos pasos los he dado un poco más acelerados.

De repente un coche negro se detiene delante de mí. Eliminamos el término pizca...

Continuará.



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